España, dicen, es un país con un cierto miedo atávico a la muerte. Me atrevo a afirmar lo mismo respecto de la muerte de las empresas. Si bien en la histórica ley de suspensión de pagos de 1922, quedaba claro que el objetivo de la norma era la satisfacción de los acreedores de manera equitativa, a partir de la ley concursal de 2003, aunque se mantiene el mismo objetivo, se abre la puerta en la exposición de motivos a buscar el saneamiento de la empresa no como objetivo sino como instrumento para salvar aquellas total o parcialmente viables. Esta función tuitiva y protectora se ha consolidado en la exposición de motivos del texto refundido de 2020, donde abiertamente se habla de finalidad conservativa del tejido empresarial por parte del derecho concursal.
Un gran número de pequeños empresarios en situación límite y ante el funeral previsible, optan por dar la espalda, bajar la persiana y salir corriendo, confiando que con el paso del tiempo se olviden de él y pueda empezar una nueva vida. Esta es sin duda la peor solución.
Otros optaran por la solución correcta, la presentación del concurso. Empezaran una carrera de obstáculos, una maraña de trámites administrativos y judiciales sin horizonte temporal claro, exprimiendo sus últimos esfuerzos, ahorros e ilusiones, quizá para agonizar antes de llegar a la meta. Durante este camino el mensaje de ánimo de su entorno es siempre el mismo, hay que evitar la muerte de la empresa.
Hoy estamos en puertas de una nueva reforma concursal para adecuarnos a la normativa comunitaria. El texto del anteproyecto que incorpora importantes novedades técnicas, a mi juicio sigue manteniendo como objetivo la supervivencia de las empresas, el cual, si bien es siempre deseable, no debe serlo a cualquier precio ni en todos los casos. Incluso se especula con mecanismos de detección temprana de los riesgos de insolvencia, algo alejado de la primigenia naturaleza del concurso.
No se cuál será el resultado final del proceso legislativo, pero con toda humildad y brevedad me atrevo a sugerir unas pautas que considero podrían tenerse en cuenta:
- Establecer cuatro procedimientos judiciales distintos: gran empresa, pymes, micropymes y personas físicas, acorde con la dispar naturaleza y problemática de esas entidades, y simplificando al máximo su tramitación.
- Creación de una figura específica, parecida al “insolvency practicioner” del derecho anglosajón pero limitada exclusivamente a valorar e informar, con carácter previo a la vía judicial o extrajudicial, sobre la situación de la empresa, permitiendo la adecuada toma de decisiones en relación al camino a seguir.
- Determinar con criterios técnicos y algorítmicos de inteligencia económica la viabilidad real de la compañía, evitando las agonías innecesarias.
- Potenciar y regular la figura del administrador concursal, procurando vías retributivas adecuadas para el ejercicio de su función.
- Facilitar cuando proceda, la rápida liquidación o venta de activos a través de entes especializados encargados de proteger en lo posible el valor de estos.
En la época del big data y los algoritmos no podemos seguir manteniendo vivas, compañías ineficientes sobre la base de unos potenciales planes de viabilidad o reestructuración con una base en algunos casos tan cierta como la posibilidad de un premio de lotería.
Afrontemos la realidad de la vida, las empresas también mueren, ayudemos al empresario a poner la lápida y limitemos a mínimos los paliativos y la tanatoestetica si el final es irreversible.
Ayudemos a ese empresario a iniciar una nueva etapa mediante un procedimiento sencillo y rápido de segunda oportunidad. Un nuevo proyecto en el que de seguro aprovechará la experiencia de los errores previos.
Artículo de José Riba, CEO de Riba Vidal Abogados, publicado en El Mundo Financiero